Newman Business Review
Vol 11 N° 1 | Junio 2025 p. 080 - 113 ISSN: 2412-3730 DOI: http://dx.doi.org/10.22451/3002.nbr2025.vol11.1.10106
Abogado por la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Magíster en Gerencia Social por la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Fernando Antonio Ramos Zaga 1
1 Universidad Privada del Norte, Perú (fernando.ramos9@unmsm.edu.pe)
Durante décadas, la teoría organizativa ha defendido un ideal incorpóreo de racionalidad, presentando la emoción como una amenaza para el juicio objetivo. Sin embargo, en una época definida por las crisis sistémicas, la ambigüedad moral y la volatilidad estratégica, estos modelos despersonalizados resultan inadecuados para captar cómo se experimentan, interpretan y ejecutan realmente las decisiones. En ese sentido, el objetivo de este artículo es proponer un marco epistemológico alternativo que reconozca la centralidad de la emoción, no como distorsión, sino como condición de posibilidad, en la construcción del juicio estratégico, el liderazgo organizacional y la racionalidad práctica. El análisis revela que la emoción no es accesoria sino constitutiva del juicio. Se demuestra que el razonamiento estratégico, la identidad de liderazgo y el aprendizaje organizativo están profundamente arraigados en la dinámica afectiva. Las modalidades afectivas, que van desde las emociones éticas hasta la intuición somática, sirven como recursos epistémicos que median en la interpretación, la formación de valores y la
Recibido: 27 de abril del 2025. Aceptado: 30 de abril del 2025. Publicado: 30 de junio
2025
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percepción moral en la vida organizativa. Se concluye que la racionalidad debe volver a concebirse como una práctica incorporada, modulada afectiva y éticamente sensible, lo cual desafía las normas de gestión imperantes y exige una reorientación del desarrollo del liderazgo, el diseño organizativo y el aprendizaje institucional hacia la reflexividad emocional y la conciencia afectiva. Reconocer la emoción como fundamento legítimo del juicio permite formas de acción más sensibles al contexto, humanas y responsables en un mundo definido por la complejidad y la interdependencia.
Palabras claves: Juicio estratégico, sensibilidad afectiva, práctica del liderazgo, epistemología organizacional, afectividad en la gestión.
For years, organizational theory has promoted a disembodied concept of rationality, showing emotion as a danger to objective assessment. But these depersonalized models fall short in an age marked by systematic crises, moral ambiguity, and strategic instability to reflect on how choices are really felt, understood, and carried out. From that perspective, the goal of this paper is to provide an epistemological framework acknowledging the relevance of emotion, not as a distortion but rather as a condition of possibility in the formation of strategic judgment, organizational leadership, and practical rationality. The study shows that judgment is made up of emotion, not accessories. Affective dynamics have proven to be strongly ingrained in strategic thinking, leadership identification and organizational learning. Ranging from ethical emotions to bodily intuition, affective modalities are epistemic tools that shape
interpretation, value creation, and moral awareness in organizational life. Rationality must be rethought as an ethical sensitive, affectively modulated, embodied practice that questions current management standards and advocates a reorientation of institutional learning, organizational design, and leadership development toward emotional reflexivity. Acknowledging emotion as a valid foundation for judgment enables more context-sensitive, compassionate and responsible kinds of conduct in a world marked by complexity and interconnectedness.
Keywords: Strategic judgment, emotional intelligence, leadership practice, organizational epistemology, affect in management.
A lo largo del siglo XX, la teoría organizativa y la ciencia de la decisión defendieron en gran medida una visión de la racionalidad basada en el cálculo desapasionado y la neutralidad cognitiva. Heredando este modelo de la economía clásica, en particular de la teoría de la utilidad esperada, el actor racional, u homo economicus, se imaginaba como inmune a la influencia afectiva, guiado únicamente por la lógica instrumental (Savage, 1954; Simon, 1957). En este marco, la emoción se consideraba una fuerza perturbadora que socavaba el juicio óptimo. Este paradigma reductor configuró las prácticas de gestión y los modelos de liderazgo, promoviendo el distanciamiento emocional como ideal organizativo (March & Simon, 1958; Weber, 1978). Sin embargo, en una época marcada por la volatilidad, la ambigüedad y la complejidad ética, los límites de este modelo son cada vez más evidentes. Las crisis en los ámbitos social, medioambiental y económico exigen decisiones que se resisten a la reducción algorítmica, lo que obliga a reevaluar cómo la emoción informa y permite el razonamiento organizativo.
La dicotomía fundacional entre afecto y razón, arraigada en el racionalismo de la Ilustración y reforzada por la economía neoclásica, privilegia la lógica y patologiza la emoción (Descartes, 2013; Friedman & Savage, 1948). Aunque la economía conductual y la psicología organizativa han cuestionado los supuestos de la racionalidad perfecta, a menudo tratan la emoción de forma instrumental, como un sesgo que hay que gestionar en lugar de como un componente esencial del juicio (Damasio, 1994; Kahneman & Tversky, 1979). Una genealogía crítica de la racionalidad revela que esta exclusión es histórica e ideológicamente contingente, no inevitable. Basándonos en Foucault y otros enfoques genealógicos, podemos rastrear la marginación del afecto en la construcción del sujeto racional (Foucault, 1977), abriendo la puerta a reimaginar la emoción no como desviación, sino como recurso epistémico incrustado en la experiencia vivida.
En los estudios organizativos, el "giro afectivo" ha llamado la atención sobre la imbricación de la emoción, la corporeidad y la relacionalidad en la vida organizativa (Ashkanasy, 2003; Knights & Morgan, 1991). Esta perspectiva desafía el cognitivocentrismo de los modelos anteriores, mostrando cómo el afecto da forma a la percepción, el juicio y la agencia dentro de contextos sociales específicos y cargados de poder. En lugar de tratar la emoción como algo accesorio, la racionalidad afectiva situada la replantea como una condición previa para el razonamiento práctico. Las ideas interdisciplinarias de la epistemología feminista, la teoría del afecto y la neurofilosofía apoyan este punto de vista, haciendo hincapié en que conocer, sentir y actuar son co-emergentes e irreductibles (Haraway, 1988; Massumi, 2002). Al respecto, el presente artículo propone una reconceptualización del juicio estratégico que integra la emoción como parte intrínseca de la racionalidad organizativa, especialmente en contextos marcados por la incertidumbre y la tensión moral.
A pesar del creciente interés por el afecto, la literatura académica sigue estando fragmentada y a menudo carece de un marco epistemológico coherente que explique el papel integrador de la emoción en la racionalidad. Aunque la investigación empírica destaca el impacto del afecto en el liderazgo, la toma de decisiones y la cultura organizativa (Fineman, 2000; Goleman, 1995), se necesita una síntesis teórica más
profunda. Este artículo aborda esa laguna proponiendo un modelo de racionalidad afectiva situada que sitúa la emoción como elemento constitutivo de la toma de decisiones estratégicas y el discernimiento ético, lo cual no sólo amplía el alcance conceptual de la racionalidad, sino que la fundamenta en una práctica encarnada, sensible al contexto y éticamente receptiva. Las implicaciones se extienden al desarrollo del liderazgo, el diseño organizativo y la formulación de políticas, situando el trabajo emocional y la ética relacional como preocupaciones centrales.
En última instancia, esta investigación aboga por reimaginar la racionalidad a la luz tanto de la crítica histórica como de la urgencia contemporánea. A medida que se agravan las crisis mundiales y la desconfianza institucional, los modelos desapasionados de toma de decisiones revelan sus insuficiencias. Las organizaciones no son meros sistemas técnicos, sino ecologías afectivas formadas por agentes encarnados que navegan por demandas complejas y a menudo contradictorias. Reconocer la emoción como fundamento de la racionalidad modifica nuestra comprensión de la agencia, la responsabilidad y el liderazgo. Este artículo ofrece una alternativa teórica a los modelos predominantes, basada en la genealogía crítica y comprometida con la renovación epistémica. Invita tanto a académicos como a profesionales a replantearse qué significa razonar, liderar y actuar con cautela en un mundo que se resiste al simple cálculo.
sujeto definido por preferencias coherentes, un comportamiento maximizador y una
Para apreciar plenamente el giro contemporáneo hacia la emoción en la teoría organizativa, hay que empezar por la genealogía de la propia racionalidad, una genealogía que revela no sólo una historia conceptual, sino un proyecto epistemológico con profundas consecuencias ontológicas. El sujeto racional que ancla gran parte del pensamiento económico y empresarial surge de los ideales de la Ilustración, donde la razón se postulaba como la facultad suprema para regular la conducta humana. En este clima intelectual tomó forma el homo economicus: un
capacidad de cálculo desapasionada. Arraigada en la economía moral utilitarista de Bentham (2008) y Mill (1948), esta figura se convirtió en el modelo normativo de acción, proporcionando la plantilla para los modelos de toma de decisiones organizativas que privilegian la optimización, la previsibilidad y la lógica instrumental.
Este ideal racional alcanzó su cúspide formal en la economía neoclásica y la teoría de juegos, sobre todo en la obra de von Neumann y Morgenstern (1947), donde la toma de decisiones se formalizó matemáticamente dentro de marcos de utilidad esperada y equilibrio estratégico. En esta transformación, la racionalidad se convirtió en un sistema de coherencia interna más que de orientación a objetivos externos, un cambio que excluía decisivamente las dimensiones contingentes, incorporadas y afectivas del juicio. Teóricos de la gestión como Ansoff (1965) y Porter (1980) tradujeron esta lógica al lenguaje de la planificación estratégica, convirtiendo las decisiones en ejercicios de optimización basados en el mercado. Lo que surge es una epistemología decisional basada en la abstracción: los problemas deben descontextualizarse, formalizarse y resolverse mediante el razonamiento algorítmico. El sujeto de este modelo no es una persona, sino una función, una calculadora de resultados que no se ve afectada por la incertidumbre, la emoción o el enredo relacional.
Sin embargo, dicho sujeto no es natural, sino producido. Basándonos en el análisis de Foucault (1977, 2010) sobre las formaciones de poder y conocimiento, resulta evidente que la racionalidad no es una herramienta neutral, sino un régimen epistémico que fabrica determinados tipos de actores y oculta otros. La teoría de la elección racional, con su individualismo metodológico y su neutralidad evaluativa, oculta su propia construcción histórica e ideológica. Como argumentó provocativamente Sen (1977), el modelo del homo economicus equivale a un tonto racional, intelectualmente coherente, quizá, pero ciego ante la complejidad ética, social y afectiva de las decisiones del mundo real. Ghoshal (2005) así como Sandberg y Tsoukas (2011) extienden esta crítica a la propia teoría de la gestión, exponiendo cómo las teorías aparentemente libres de valores reproducen concepciones estrechas y a menudo perjudiciales de la vida organizativa. Por tanto, no se trata de abandonar
la racionalidad, sino de pluralizarla, de reconocer que la racionalidad siempre está situada, siempre moldeada por algo más que la lógica.
Incluso las críticas internas a la racionalidad perfecta, como la teoría de la racionalidad limitada de Simon (1957), aunque importantes, se quedan cortas a la hora de integrar lo emocional. La idea de Simon de que los responsables de la toma de decisiones actúan en condiciones de información limitada, restricción cognitiva y presión temporal introdujo un modelo más realista de razonamiento organizativo. Sin embargo, el actor limitado sigue razonando dentro de un marco fundamentalmente instrumental; el objetivo sigue siendo la satisfacción y no la optimización, pero la lógica subyacente sigue siendo procedimental y desapasionada. Del mismo modo, el modelo del bote de basura de March y Olsen (1976), con su radical aceptación de la ambigüedad y la fluidez, reconfigura las decisiones organizativas como acontecimientos emergentes en lugar de resultados planificados. Pero incluso en este caso, la emoción queda en segundo plano, implícita más que teorizada, tolerada más que aceptada.
Esta ausencia no es accidental. La teoría clásica e incluso postclásica de la decisión excluye sistemáticamente la emoción, tratándola como una anomalía o un contaminante. Se ignora o se relega a la categoría de interferencia, algo que enturbia el juicio en lugar de constituirlo. Como han argumentado tanto Putnam y Mumby (1993) como Fineman (2000), esta exclusión refleja una incomodidad disciplinaria más amplia con lo emocional, arraigada en un ideal masculinizado de control, objetividad y neutralidad. La emoción es lo que hay que gestionar, no lo que puede informar. Esta higienización epistemológica construye un sujeto decisorio que no sólo es incorpóreo, sino descontextualizado, ajeno a la historia, la cultura o los sentimientos.
Esta exclusión ha persistido a pesar de las crecientes pruebas empíricas y teóricas de lo contrario. Como demuestran Hodgkinson y Healey (2011), la toma de decisiones estratégicas está irreductiblemente determinada por estados afectivos, marcadores somáticos y la cognición incorporada. Sin embargo, las teorías dominantes siguen operando dentro de un dualismo cartesiano que separa el
pensamiento de la sensación, como si las decisiones ocurrieran sólo en la cabeza y nunca en las tripas, la piel o el pecho. Esta cognición incorpórea no tiene en cuenta el trabajo emocional, la ambigüedad moral y la coherencia narrativa a través de los cuales se experimentan y justifican las decisiones organizativas reales (Yaroğlu, 2025)
Lo que se necesita, por tanto, no es simplemente una expansión del modelo del actor racional, sino un replanteamiento de lo que significa conocer, decidir y actuar. Este replanteamiento comienza con el reconocimiento de que la emoción no se opone a la razón, sino que la constituye. El trabajo pionero de Damasio (1994) en el campo de la neurociencia lo demuestra de forma inequívoca: la emoción es esencial para el juicio, y su ausencia no se traduce en mejores decisiones, sino en parálisis. Colombetti (2014) así como Gigerenzer (2007) también defienden una epistemología poscartesiana, en la que la cognición se entiende como incorporada, modulada afectivamente y situada contextualmente. La toma de decisiones, desde este punto de vista, no es un distanciamiento de los sentimientos, sino un hábil compromiso con ellos.
Este nuevo paradigma hace que la figura del directivo deje de ser la de un optimizador abstracto para convertirse en la de un agente emocionalmente situado cuyo razonamiento se basa en la experiencia vivida, la coherencia narrativa y la sintonía relacional. Permite entender las decisiones no sólo como conclusiones lógicas, sino como actuaciones afectivas, juicios que tienen peso no sólo porque son correctos, sino porque se sienten apropiados, responsables o justos. La emoción se convierte en un lugar de sabiduría práctica, una forma de percibir lo que importa cuando no hay claridad y es mucho lo que está en juego (Jerab, 2023)
Avanzar hacia un modelo así no es rechazar la racionalidad, sino reivindicarla de una forma más amplia. La racionalidad, en su sentido más generativo, es la capacidad de deliberar bien, no sólo a través de la lógica, sino a través del sentimiento, del contexto, de la historia. Es el arte del discernimiento situado, el compromiso ético con la ambigüedad y la sintonía afectiva con lo que está en juego. Si la teoría organizativa quiere responder a las complejidades de la vida contemporánea, debe
aprender a pensar con el cuerpo, a sentir con la mente y a decidir desde el espacio enmarañado donde la lógica se encuentra con la vida (Awati & Nikolova, 2022)
Comprometerse de forma significativa con las dimensiones afectivas de la vida organizativa requiere algo más que una corrección terminológica del legado racionalista de la teoría de la gestión. Requiere un replanteamiento fundamental de la propia ontología de la acción organizativa, la toma de decisiones y la formación de sujetos. La forma en que se teoriza la emoción, ya sea como una reacción biológica, un guion cultural o una intensidad difusa, tiene profundas implicaciones sobre cómo entendemos no sólo la agencia individual, sino las propias estructuras de poder y normatividad que definen la vida organizativa (Mlodinow, 2022) . No sólo se elige un vocabulario, sino también un mundo.
Las distinciones conceptuales entre emoción, afecto y sentimiento no son meras cuestiones de precisión académica, sino compromisos epistemológicos que configuran los horizontes de la investigación. La emoción, en el sentido psicológico más familiar, tiende a definirse como un estado intencional socialmente legible dirigido hacia un objeto, la ira contra un colega, el orgullo por un éxito. El sentimiento, por su parte, es el modo reflexivo y narrativizado a través del cual se da sentido a la experiencia emocional, tanto en privado como comunicativamente. El afecto, tal y como lo teoriza Massumi (2002), escapa por completo a esta estructura de referencia; es prepersonal, no consciente y transsubjetivo, una intensidad bruta que se mueve a través de cuerpos y espacios, a menudo sin llegar a conocerse del todo. Estas distinciones, por sutiles que sean, importan profundamente porque implican diferentes modelos del actor organizativo: uno regido por la cognición interna, otro por el condicionamiento social y otro por atmósferas afectivas que escapan al control consciente.
Reducir la emoción a una experiencia privada o a una herramienta de gestión es ignorar su arraigo en las culturas organizativas y los regímenes afectivos. Las organizaciones no son contenedores neutrales en los que la emoción aparece ocasionalmente; son campos estructurados de expectativas afectivas. Como ha demostrado Hochschild (1983) en su obra fundacional sobre el trabajo emocional, el requisito de "sentir adecuadamente" es a menudo tan vinculante como cualquier norma formal. La cultura emocional no consiste simplemente en la expresión del afecto, sino en su regulación, su institucionalización y su despliegue estratégico. Inspirándose en la noción de Williams (1977) de "estructuras de sentimiento", se podría decir que toda organización lleva consigo un sentido compartido, aunque a menudo no articulado, de lo que se puede sentir, cuándo y por quién. Estas estructuras no están codificadas, sino que son atmosféricas y operan a nivel de tono, tempo y ritmo interpersonal. Gobiernan la textura afectiva de lo cotidiano.
Lo antes mencionado plantea cuestiones críticas sobre la naturaleza del poder en la vida afectiva. Las organizaciones no se limitan a gestionar los sentimientos, sino que modulan el afecto. Siguiendo el trabajo de Foucault (1977, 2010) y las elaboraciones posteriores de Dean (2009) e Iedema et al. (2006), el afecto se convierte en un lugar clave de la gobernanza, no a través de la represión abierta, sino a través del cultivo de disposiciones afectivas que alinean la subjetividad con los objetivos institucionales. A uno no se le dice lo que tiene que sentir, sino que se convierte en el tipo de persona que naturalmente siente lo correcto. Esta es la sutileza de la gobernanza afectiva: no prohíbe, produce. Entusiasmo, empatía, resiliencia, no son simples estados emocionales, sino ideales de gestión inscritos en el tejido del discurso y la práctica organizativa.
Dentro de este marco, el sujeto directivo ideal ya no es el estratega calculador, sino el líder emocionalmente inteligente, narrativamente coherente y en sintonía relacional. La popularización de la inteligencia emocional por Goleman (1995) refleja este cambio, haciendo hincapié en el papel de la empatía, la autoconciencia y la regulación emocional en el liderazgo eficaz. Ahora se espera que el líder "auténtico" sienta con los demás, muestre vulnerabilidad y conecte emocionalmente con los
equipos. Sin embargo, esta celebración de la autenticidad esconde sus propias paradojas. La espontaneidad emocional se convierte en una expectativa, la sinceridad en una actuación. El llamamiento a "ser uno mismo" puede transformarse rápidamente en un mandato normativo: siente esto, pero no aquello; expresa esto, pero no más.
Aquí, la frontera entre el yo y el papel, entre la emoción y el rendimiento, se vuelve peligrosamente delgada. El trabajo emocional ya no se limita a las funciones de servicio de primera línea, sino que se distribuye por todos los niveles de la vida organizativa, a menudo bajo la apariencia de capacitación. La mercantilización de la emoción, su integración en las métricas de rendimiento y las evaluaciones de liderazgo, introduce tensiones éticas que no son fáciles de resolver. ¿Cuándo es la resonancia emocional una forma de cuidado y cuándo se convierte en una herramienta de control? El mismo despliegue afectivo que genera confianza puede servir también como mecanismo de vigilancia o normalización. La sinceridad del líder puede ser tanto una fuente de inspiración como un instrumento de manipulación (Scholl et al., 2022)
Estas dinámicas se complican aún más si se tiene en cuenta que el afecto no sólo se gestiona, sino que se representa a través de las prácticas organizativas cotidianas. Basándonos en los planteamientos praxeológicos de Reckwitz (2002) y Schatzki (2001), vemos que la emoción no es simplemente un estado, sino un hacer, una actividad situada y encarnada que se lleva a cabo en reuniones, procesos de toma de decisiones e interacciones informales. La "etnografía del sentimiento" surge, así como una orientación metodológica necesaria: para comprender el afecto organizativo, hay que prestar atención a cómo se realiza, ensaya, interrumpe y mantiene en el flujo de la práctica.
El afecto también desempeña un papel decisivo en la configuración de las epistemologías organizativas. La forma en que se percibe una situación determina a menudo cómo se interpreta, prioriza o incluso reconoce. La sensación afectiva de urgencia, por ejemplo, puede elevar ciertas cuestiones a la categoría de crisis y hacer invisibles otras. Este encuadre emocional tiene consecuencias no sólo para la acción,
sino también para el significado (Scholl et al., 2022) . En tales contextos, la sensación de un problema puede prevalecer sobre su magnitud empírica, lo que recuerda que la emoción no se limita a acompañar a la razón, sino que configura su propia forma.
Así pues, teorizar la emoción en la vida de las organizaciones es emprender una crítica más amplia de la racionalidad de la gestión. Es reconocer que la cognición siempre es ya afectiva, que la toma de decisiones nunca es incorpórea y que la subjetividad no viene dada, sino que se forma a través de regímenes afectivos. Las organizaciones son economías afectivas, lugares de producción, circulación y regulación emocional, en cuyo ámbito el directivo se desenvuelve no sólo a través de tareas y funciones, sino a través del terreno profundamente político de los sentimientos.
Reconocer esta situación no implica una romantización de la emoción ni un rechazo total del razonamiento analítico. Más bien exige una epistemología ampliada, sensible a las formas en que el afecto y la cognición co-constituyen la vida organizativa. Significa prestar atención no sólo a lo que se piensa o se dice, sino a lo que se siente y se hace (Strumińska-Kutra & Scholl, 2022). Al fin y al cabo, las corrientes afectivas de una organización pueden revelar más sobre sus dinámicas de poder, sus aspiraciones y sus contradicciones que cualquier plan estratégico o declaración de misión.
La integración del afecto en el razonamiento de los directivos no supone un refinamiento periférico, sino un profundo cambio ontológico en la forma de entender y poner en práctica la toma de decisiones. En contraste con los marcos tradicionales que privilegian la racionalidad incorpórea, las perspectivas emergentes sugieren que la emoción no es ni ruido ni sesgo, sino un medio indispensable a través del cual el significado, el juicio y la orientación estratégica toman forma (Kurdoglu et al., 2023) . Esta revalorización afectiva no se limita a ampliar el conjunto de herramientas
analíticas del directivo, sino que invita a reconstituir la propia subjetividad directiva, situando el afecto como fuente de legitimidad epistémica en lugar de error cognitivo (Schulz & and Zinn, 2023).
Esta reorientación encuentra su impulso fundacional en la obra de Akerlof y Shiller (2009), quienes, al revisar las ideas keynesianas a través de la lente de la economía del comportamiento, ponen de relieve el papel de los "espíritus animales", la confianza, el miedo, la fe y la narración de historias, como fuerzas centrales de la vida económica. Aunque su intervención se enmarca en el análisis macroeconómico, sus implicaciones para la gestión son de gran alcance. Desde este punto de vista, la emoción no es una distorsión que deba corregirse, sino un elemento constitutivo de la acción racional en contextos de incertidumbre. La vida emocional del directivo no es, pues, un obstáculo para la toma de decisiones acertadas, sino su propia condición (Matarazzo et al., 2021) . De aquí surge la noción de mentalidad emocional estratégica: una disposición epistémica que permite integrar la intuición, la anticipación y la confianza en las prácticas interpretativas del liderazgo.
Esta emocionalidad estratégica se manifiesta a través de modalidades distintas, aunque entrelazadas. La intuición experta, según Dane & Pratt (2007), no se basa en conjeturas arbitrarias, sino en una experiencia corporal y afectiva, lo que podría denominarse inteligencia somática. Permite a los directivos experimentados navegar por la ambigüedad con una especie de discernimiento sentido desarrollado a través de la exposición repetida y la experiencia vivida. Junto a esto, la anticipación afectiva se convierte en algo fundamental, la capacidad de percibir el futuro emocionalmente antes de que se trace cognitivamente. Esta anticipación permite el razonamiento preparatorio en entornos inciertos, donde las herramientas convencionales de previsión se quedan cortas. La confianza también debe reconcebirse no sólo como un cálculo racional de fiabilidad, sino, siguiendo a Luhmann (1979) y Möllering (2006), como una expectativa afectiva que facilita la coordinación en ausencia de un conocimiento pleno.
Sin embargo, aunque la economía conductual ha desempeñado un papel crucial en la legitimación de la emoción dentro del razonamiento económico, su aparato conceptual sigue siendo limitado. A menudo reduce la emoción a desviaciones cuantificables, heurísticas predecibles en lugar de percepciones situadas (Nobre et al., 2022) . Esta limitación subraya la necesidad de una heurística afectiva crítica: una que no se limite a responder a las señales contextuales, sino que interrogue las bases emocionales sobre las que se forma el juicio. Así pues, la reflexividad emocional se convierte en un elemento central, una práctica ética y epistémica que consiste en examinar las propias respuestas afectivas en relación con la dinámica organizativa, las preocupaciones normativas y los objetivos estratégicos. Aquí, la emoción ya no es un impulso que hay que domar, sino una percepción que hay que cultivar (Santos & Serafim, 2022)
Para comprender la complejidad de la vida emocional en la toma de decisiones, hay que ir más allá de las nociones unitarias de emoción y, en su lugar, examinar las tipologías afectivas que estructuran la experiencia directiva. Las emociones reactivas (miedo, ira, sorpresa) funcionan como mecanismos prerreflexivos de acción rápida que aumentan la conciencia de la situación en entornos volátiles (Ekman, 1992; LeDoux, 1996). No son irracionales, sino adaptativas, ya que permiten movilizar rápidamente la atención y la acción. Por el contrario, las emociones egoicas, como la ambición, el orgullo o la competitividad, surgen de la afirmación del yo en relación con los demás y a menudo configuran la visión estratégica y la cultura organizativa de forma profundamente ambivalente. No se trata de meros rasgos personales, sino de afectos producidos social y discursivamente que conforman la identidad y la legitimidad del liderazgo.
Quizá las más infravaloradas sean las emociones éticas, la culpa, la compasión, la responsabilidad, que orientan la toma de decisiones hacia la reflexión moral. Basándose en Haidt (2001) y Nussbaum (2001), estas emociones revelan que el juicio ético no es puramente deliberativo, sino profundamente afectivo. La compasión, por ejemplo, permite al directivo percibir a las partes interesadas no como puntos de datos abstractos, sino como seres humanos implicados en las
consecuencias organizativas. En este sentido, la emoción ética se convierte en la condición de posibilidad de la percepción moral.
Estas modalidades emocionales no funcionan de forma aislada, sino que interactúan dentro de lo que podrían denominarse matrices afectivas, configuraciones fluidas y sensibles al contexto en las que las emociones surgen, se amplifican o se suprimen unas a otras. La relacionalidad del afecto implica que cualquier decisión se inserta en un campo afectivo dinámico, en el que el miedo puede silenciar la empatía o el orgullo puede envalentonar la responsabilidad. Esta complejidad se resiste a la simplicidad taxonómica y requiere una sintonización con los matices emocionales que es, en sí misma, una competencia aprendida y situada (Wang, 2021)
Dentro de este marco, las teorías de doble proceso de la cognición, en particular la distinción de Kahneman (2011) entre el Sistema 1 y el Sistema 2 de pensamiento, requieren una reinterpretación crítica. En lugar de oponer emoción y razón, resulta más fructífero considerar cómo la deliberación puede refinar el afecto y cómo el afecto puede iniciar la razón. La racionalidad, en este sentido no cartesiano, no pone entre paréntesis la emoción, sino que la articula, integrándola en actos de juicio complejos y sensibles al contexto. Esta visión se hace eco de las ideas de Damasio (1994), que demuestra que la emoción es fundamental para el funcionamiento racional, así como del trabajo de Varela et al. (1991), que conciben la cognición como encarnada, representada y estructurada emocionalmente.
Así pues, la mejor forma de entender el razonamiento del directivo no es como una lógica lineal, sino como una secuencia dinámica en la que confluyen impresiones afectivas, distanciamiento reflexivo y síntesis estratégica. El directivo no se limita a pensar una decisión, sino que la habita corporal, emocional y contextualmente. Merleau-Ponty (1962) y Ricoeur (1992) aportan recursos conceptuales a este punto de vista, sugiriendo que la percepción y la acción están moldeadas por un compromiso prerreflexivo con el mundo, que se refigura a través de la narrativa y la deliberación reflexiva. Desde esta perspectiva, la toma de decisiones es un proceso hermenéutico, un movimiento interpretativo continuo entre sensación, contexto y significado.
En el centro de este proceso interpretativo se encuentra el sujeto directivo, cuyas capacidades afectivas no son innatas ni fijas, sino que se desarrollan a través del tiempo, la experiencia y la mediación cultural. Las trayectorias emocionales, tal y como las describen Newman et al. (2011), funcionan como archivos de la experiencia vivida, depósitos de memoria afectiva que informan sobre cómo perciben, evalúan y responden los directivos. Esta acumulación constituye una forma de capital emocional: no es un activo estático, sino un recurso dinámico y reflexivo para el razonamiento práctico. Es importante destacar que la madurez emocional no se reduce a la compostura o el control. Más bien, es una forma de autoconciencia incorporada, una capacidad para reconocer lo que uno siente, comprender su significado situacional y actuar con discernimiento ético y estratégico. Como afirman Mayer & Salovey (1997), esta madurez implica la capacidad no sólo de regular, sino también de interpretar las emociones, transformándolas en una herramienta de compromiso inteligente con la complejidad.
Esta concepción desplaza el ideal empresarial de racionalidad desapasionada y lo sustituye por un modelo de agencia emocionalmente informada, basada en la relacionalidad, la reflexividad y el juicio incorporado. La racionalidad afectiva, así concebida, no es un oxímoron, sino una necesidad. Reconoce que las decisiones no surgen de la razón pura, sino de la interacción de la emoción, la experiencia y el contexto. Dirigir, pues, es sentir sabiamente, desarrollar una inteligencia emocional que tenga menos que ver con el dominio y más con la resonancia, menos con el desapego y más con la conciencia situada (Schneider et al., 2023)
El reto no consiste en eliminar la emoción de la toma de decisiones, sino en cultivar una intimidad crítica con ella, aprendiendo a navegar por las corrientes afectivas que conforman la percepción y guían la acción. Esto exige algo más que destreza técnica: requiere una disposición ética, una sensibilidad narrativa y la voluntad de vivir en la ambigüedad. Al final, lo que define el buen juicio no es la ausencia de emociones, sino su integración reflexiva.
En la teoría y la práctica organizativa contemporáneas, la aparición de la emoción como dimensión epistémica y performativa central invita a replantearse radicalmente la naturaleza de la toma de decisiones, el liderazgo y la acción estratégica. La planificación estratégica, conceptualizada durante mucho tiempo como un proceso tecnocrático de alineación racional y previsión instrumental, se revela cada vez más como un acontecimiento saturado de emociones. No es una mera proyección cognitiva de objetivos, sino una representación narrativa del deseo colectivo, una anticipación performativa de futuros que no sólo son posibles, sino afectivamente convincentes. Collins y Porras (1994) captan astutamente esta dinámica al enmarcar la visión estratégica como una forma de narración emocional, que anima la identidad organizativa a través de imaginarios resonantes del futuro. Desde este punto de vista, los planes estratégicos no son planos; son promesas afectivas, impregnadas de esperanza, propósito y, a menudo, ansiedad.
Tales emociones no son periféricas a la estrategia, sino constitutivas de su lógica. El arco afectivo de los procesos estratégicos suele comenzar en una anticipación eufórica del cambio, sólo para enfrentarse al terreno ambivalente de la ejecución, donde el entusiasmo se topa con la resistencia y la coherencia visionaria se fragmenta bajo el peso de la complejidad. Esta transición de la euforia a la ambivalencia no es un fracaso de la ejecución, sino una característica estructural de la previsión cargada de emociones (Santos de Souza y Chimenti, 2024). Entre estos estados afectivos, la ansiedad tiene un peso analítico particular, no como una patología que hay que gestionar, sino como un estado de ánimo epistémico que nos alerta de la indeterminación de la acción. La ansiedad estratégica, cuando se integra adecuadamente, agudiza la atención y profundiza el juicio. Constituye una sintonía prerreflexiva con la contingencia que, paradójicamente, permite formas más fundamentadas de claridad decisoria.
Una tensión afectiva similar está en el corazón de la innovación, que se desarrolla no como un proceso lineal sino como una oscilación cargada entre la excitación y el miedo. El proceso de innovación está animado por intensidades emocionales, curiosidad, alegría, frustración, anticipación, que infunden significado humano a la experimentación técnica. Como han demostrado Amabile y Kramer (2011), la cognición creativa prospera en climas de apoyo emocional en los que el riesgo no solo se tolera, sino que se valora. La innovación, por tanto, no es simplemente la producción de novedades, sino el cultivo de una subjetividad organizativa en sintonía con la disonancia afectiva del cambio. Esta subjetividad no es universal, sino que está moldeada cultural e institucionalmente. El liderazgo, en este marco, se convierte en un modo de modulación afectiva: la capacidad de sostener climas de seguridad emocional sin borrar la incomodidad que a menudo precede a la auténtica novedad.
La innovación se siente en la existencia. Es un acto encarnado de proyección imaginativa en el que las emociones no sólo acompañan a la ideación, sino que son su condición de emergencia. El placer estético de la resolución de problemas, la emoción encarnada del avance, la fricción afectiva de la ambigüedad, no son componentes anecdóticos sino esenciales de la agencia creativa (Bachkirov et al., 2025) . En este caso, la imaginación directiva no es un razonamiento aislado, sino una praxis afectiva, un compromiso performativo con lo que podría ser.
Estas consideraciones confluyen en la noción de pragmatismo afectivo, una forma de sabiduría práctica en la que la emoción y el contexto convergen en el acto de juzgar. Haciéndose eco de la phronesis aristotélica, este enfoque entiende la toma de decisiones de gestión como algo situado, ético y corpóreo. La capacidad de juzgar bien tiene menos que ver con el razonamiento abstracto que con la sintonía afectiva con la singularidad de una situación. No se trata de intuición en su sentido coloquial, sino de una sensibilidad cultivada, una especie de inteligencia sentida que emerge a través de la exposición, la repetición y la reflexión. Nonaka y Takeuchi (1995) han destacado esta dimensión tácita de la pericia, en la que el afecto sirve de amplificador perceptivo más que de distracción. Uno no se limita a pensar en los problemas, sino
que los percibe, recurriendo al conocimiento somático acumulado durante años de exposición afectiva a escenarios complejos.
Esta dimensión encarnada del juicio conduce inevitablemente al papel de las variables biográficas y socioculturales en la configuración del habitus emocional. La edad, el género, el bagaje cultural y la historia profesional no determinan la capacidad afectiva, sino que configuran las texturas a través de las cuales se vive. La madurez emocional, entendida como la capacidad de reconocer, reflexionar y actuar dentro de la propia vida emocional, se convierte en una dimensión crucial del juicio directivo. Mayer y Salovey (1997) distinguen entre una noción generalizada de inteligencia emocional y una competencia emocional situada, sensible al contexto y basada en la reflexividad. Es esta última la que resulta decisiva en entornos marcados por la volatilidad, la ambigüedad y la complejidad ética. La madurez emocional, en este sentido, no se equipara con el estoicismo o el control, sino con una autoconciencia performativa: la capacidad de percibir la propia posición emocional en un campo de acción y de traducir esa conciencia en capacidad de respuesta ética.
Newman et al. (2018) ofrecen un valioso complemento a este punto de vista al introducir la noción de capital emocional, una forma de sedimentación experiencial que configura las disposiciones afectivas hacia la toma de decisiones. El capital emocional no tiene tanto que ver con el dominio como con la disponibilidad: la capacidad de recurrir a experiencias afectivas pasadas para navegar por las complejidades presentes. No aumenta con la edad, sino con la densidad y diversidad de los encuentros afectivos vividos. Así pues, la flexibilidad afectiva, una capacidad de respuesta a terrenos emocionales desconocidos, surge como una disposición cultivada más que como un rasgo inherente. Es el fruto de la disonancia soportada y reflexionada, de patrones rotos y significados rehechos.
A lo largo de estos dominios interconectados, estrategia, innovación, juicio y desarrollo, lo afectivo emerge no como una capa residual sino como un eje generador de vida organizativa. Modula lo que se percibe, lo que se valora y, en última instancia, lo que se hace. Teorizar y practicar la gestión sin emoción es malinterpretar su propia
ontología (Kanzola et al., 2024). El reto, por tanto, no es incorporar la emoción como una variable discreta, sino reimaginar la propia racionalidad de la gestión como constituida afectivamente. No se trata de una capitulación ante la subjetividad, sino de una afirmación de la inteligencia situada, una inteligencia que siente, que pesa, que imagina futuros a través de las texturas de la experiencia vivida.
Al navegar por este terreno, recordamos que el afecto es a la vez promesa y peligro. Anima a la acción pero también nubla el juicio; inspira novedad pero también nos ata a miedos heredados (Hawkins, 2024). Sin embargo, es precisamente en esta ambivalencia donde reside su valor. Sentir es estar implicado, arriesgarse a equivocarse, permanecer abierto a lo que aún no se ha comprendido del todo. Y quizá sea esto, más que cualquier sofisticación procedimental, lo que define al directivo afectivamente maduro: no el dominio de la emoción, sino la voluntad ética de habitarla.
El giro afectivo en la teoría organizativa ha dado paso a un profundo replanteamiento del liderazgo, la toma de decisiones y la dinámica institucional, que reposiciona la emoción no como una fuerza auxiliar o perturbadora, sino como una condición epistémica de posibilidad. En el centro de esta transformación se encuentra una reconceptualización de la afectividad como elemento constitutivo de cómo se perciben, promulgan y legitiman las decisiones dentro de las organizaciones (McManus, 2021). En lugar de quedar relegado al ámbito de la expresión individual o la persuasión interpersonal, el afecto emerge ahora como una modalidad de cognición organizativa e intencionalidad colectiva.
Este replanteamiento cobra especial relevancia en la evolución de la teoría del liderazgo. El modelo transaccional, antaño dominante, basado en mecanismos de cumplimiento, control e incentivos, parece cada vez más inadecuado para dar cuenta de la complejidad de la vida organizativa contemporánea. En cambio, el liderazgo resonante, tal y como lo articulan Goleman et al. (2002), pone en primer plano la
capacidad de generar alineación y sintonía emocional. No se trata de la emocionalidad como rendimiento, sino de cultivar la resonancia intersubjetiva que guía la acción y la creación de significado. Sin embargo, este modelo debe abordarse con cautela. La tendencia a moralizar el liderazgo emocional, elevando al líder a la categoría de ejemplo ético, corre el riesgo de ocultar la naturaleza inherentemente cargada de poder de la influencia afectiva. El líder en sintonía emocional no opera en un vacío de virtud, sino en densos campos de expectativas institucionales y políticas afectivas.
La afectividad también reorienta nuestra comprensión del aprendizaje organizativo. Vince (2001) argumenta de forma convincente que el afecto actúa a la vez como contenedor de experiencias pasadas y como modulador de posibilidades futuras. Las emociones influyen no sólo en lo que se retiene, sino también en lo que se puede aprender. Desde este punto de vista, el aprendizaje organizativo no puede reducirse a mecanismos cognitivos, sino que es un encuentro encarnado y afectivamente situado con la relevancia, la importancia y el significado. Este replanteamiento invita a una epistemología de la cognición emocional estratégica, una capacidad de pensar a través y con el afecto en lugar de a pesar de él. Esta cognición permite a los directivos sortear la ambigüedad y emitir juicios no suprimiendo las emociones, sino integrándolas en su aparato interpretativo. Se trata de un conocimiento situado, basado no en el distanciamiento abstracto, sino en la espesa textura de la experiencia vivida.
Desde este punto de vista epistémico, la formación de directivos debe replantearse radicalmente. Ya no basta con enseñar a tomar decisiones como una competencia racional basada en reglas. Las decisiones no sólo se toman, sino que se sienten, se experimentan y se interpretan. El reto pedagógico consiste, pues, en diseñar entornos educativos que den cabida a la reflexividad afectiva y a la complejidad biográfica. Técnicas como las simulaciones afectivas, las prácticas narrativas y la reflexión dialógica fomentan no sólo el dominio técnico, sino también el discernimiento ético y la autocomprensión emocional. Resulta crucial que este enfoque se resista a la mercantilización de la inteligencia emocional como caja de herramientas para la eficacia o la manipulación. Como sostienen Alvesson y Spicer
(2012), esta instrumentalización a menudo sirve para reforzar las ideologías neoliberales de control y productividad. Por el contrario, el afecto debe entenderse histórica y contextualmente, como un lugar de creación de significados y de crítica.
Así pues, el liderazgo no es un conjunto de habilidades universales, sino una trayectoria afectiva singular. El aprendizaje emocional se despliega a través de las capas sedimentadas de la propia biografía, moldeada por experiencias pasadas, inscripciones culturales e historias relacionales. Reconocer esta heterogeneidad requiere diseños pedagógicos que den cabida a diversas narrativas emocionales y cultiven una postura reflexiva hacia las propias disposiciones afectivas (Kaur & Hirudayaraj, 2021). Dirigir es interpretar la atmósfera emocional de un momento, actuar en ella y darle forma a su vez.
Esta reconceptualización de la afectividad se extiende más allá de los confines individuales u organizativos hasta el tejido mismo del rendimiento económico y el diseño institucional. A nivel microeconómico, el afecto constituye la infraestructura subyacente de la vitalidad organizativa. Como han demostrado Barsade y Gibson (2007), emociones como la confianza, el entusiasmo y el significado compartido funcionan como elementos fundacionales del comportamiento adaptativo y la apertura cognitiva. Desde este punto de vista, el rendimiento depende tanto del clima emocional como de la competencia técnica. Las culturas organizativas no se limitan a codificar normas y valores, sino que regulan las normas afectivas, delimitando lo que se puede sentir, expresar o silenciar. Estas economías afectivas condicionan la forma en que los actores interpretan sus funciones, movilizan esfuerzos y navegan por las expectativas institucionales.
Lo más importante es que estas dinámicas no se reducen a la intención de los directivos. El bienestar emocional, que antes se consideraba una cuestión de gestión del estrés, se reconoce cada vez más como un imperativo estratégico, una condición epistémica para un florecimiento organizativo sostenido (Seligman, 2011). No se trata de un llamamiento a la positividad fácil, sino de reconocer que las emociones configuran horizontes temporales y relacionales. Median en cómo se imaginan los
futuros, cómo se evalúan los riesgos y cómo se hace posible la acción colectiva. La capacidad de mantener la energía emocional compartida se convierte en una condición previa para la resiliencia y la innovación.
Sin embargo, la afectividad nunca es culturalmente neutra. Los contornos macroeconómicos y culturales de la racionalidad emocional nos recuerdan que lo que se considera una emoción directiva legítima varía de un contexto a otro. Basándose en Hofstede (2001) y en el estudio GLOBE (House et al., 2004), se observa que la contención emocional, la expresión y la alineación con las normas del grupo se valoran de forma diferente en las distintas sociedades. Estos guiones culturales no sólo reflejan preferencias, sino que institucionalizan regímenes afectivos que conforman la legitimidad del liderazgo. Sin embargo, estos marcos deben ser objeto de un compromiso crítico. La cultura no es un contenedor estático, sino un campo dinámico de contestación histórica y poder simbólico. Las normas afectivas se negocian, resisten y reconfiguran continuamente dentro de conjuntos sociopolíticos más amplios.
A nivel social, la urgencia política de la inteligencia emocional se hace patente. Las crisis de confianza pública, la ansiedad climática y la fragmentación social revelan las limitaciones de una racionalidad puramente técnica. El liderazgo público debe incorporar la conciencia emocional no como un complemento de la razón, sino como una capacidad fundamental para percibir lo que está en juego a nivel colectivo. Institucionalizar la inteligencia emocional en la toma de decisiones públicas implica cultivar una capacidad de respuesta sintonizada con el sufrimiento, la aspiración y la complejidad moral en condiciones de incertidumbre sistémica (Supramaniam & Singaravelloo, 2021)
Esta misma lógica se aplica a la aparición de ecosistemas empresariales. Como sostienen Newman et al. (2018), la energía emprendedora no es simplemente la suma de flujos de capital o incentivos políticos; está animada por el afecto colectivo, por un sentido compartido de la posibilidad, la valía del riesgo y la orientación hacia el futuro. El capital emocional precede a la consolidación institucional. Por tanto, el florecimiento
empresarial no es sólo económico, sino también afectivo. No obstante, debe abordarse con cuidado crítico. El optimismo empresarial puede cooptarse fácilmente en una gobernanza afectiva, en la que la resiliencia se convierta en una obligación individualizada en lugar de un proyecto colectivo. Las infraestructuras emocionales de la innovación, como todas las infraestructuras, son lugares tanto de potenciación como de regulación.
Es así como la reconfiguración afectiva de la teoría y la práctica organizativas supone algo más que una ampliación temática; constituye un cambio paradigmático. El afecto no es un accesorio de la cognición, sino un medio constitutivo a través del cual se desarrolla la vida organizativa. Adoptar esta perspectiva exige innovación metodológica, rediseño pedagógico y reflexividad institucional. Requiere que tanto académicos como profesionales sientan con los datos, piensen a través del cuerpo y actúen desde un lugar de conciencia ética situada.
En el centro de esta investigación se encuentra una alteración crítica de la antigua lealtad a la racionalidad incorpórea dentro del pensamiento organizativo. En lugar de tratar la emoción como un contaminante de la razón, el análisis reorienta la teoría de la decisión hacia el reconocimiento de la emoción como una fuerza constitutiva del juicio. Esta intervención no es un rechazo de la racionalidad per se, sino una reconceptualización de su naturaleza y alcance, que sustituye la figura del calculador desapasionado por la de un agente situado afectivamente. El replanteamiento insta a ir más allá del arquetipo del homo economicus, situando la toma de decisiones en el tejido encarnado, narrativo y relacional de la vida organizativa. Lo que surge es una visión de la racionalidad directiva que no es puramente instrumental ni emocionalmente caótica, sino estructurada, reflexiva y éticamente consciente.
La reorientación teórica se despliega a través de un vocabulario integrado de afecto, emoción y sentimiento, cada uno de los cuales ofrece distintos puntos de vista
epistemológicos. Mientras que la teoría tradicional de la decisión considera la emoción como un ruido irracional, esta perspectiva la interpreta como una condición habilitadora del juicio, una infraestructura a través de la cual la percepción, la valoración y la acción se hacen inteligibles. Entrelazando ideas de la neurociencia, la fenomenología y la teoría del afecto, la obra articula una epistemología postcartesiana en la que la cognición está irreductiblemente incorporada y modulada afectivamente. La noción de "mentalidad emocional estratégica" cristaliza este cambio, situando el afecto como recurso y desafío en la labor interpretativa del liderazgo. A través de conceptos como reflexividad afectiva y capital emocional, el análisis proporciona un sólido aparato teórico para navegar por la complejidad, la ambigüedad y el enredo ético en la toma de decisiones.
Desde un punto de vista práctico, el reposicionamiento de la emoción en la arquitectura de la toma de decisiones invita a un rediseño fundamental del desarrollo del liderazgo, el aprendizaje organizativo y la práctica estratégica. La madurez emocional ya no es una habilidad blanda, sino una dimensión central de la competencia directiva. Se anima a los responsables de la toma de decisiones a cultivar no sólo la racionalidad procedimental, sino una inteligencia narrativa y somática en sintonía con los matices del contexto, la historia y lo que está en juego en las relaciones. Prácticas como la simulación afectiva, la reflexión narrativa y la sintonización emocional se convierten en herramientas indispensables para navegar por la incertidumbre y fomentar la coherencia organizativa. A su vez, el liderazgo se reimagina no como el ejercicio de la autoridad, sino como una negociación continua de atmósferas emocionales y resonancias éticas. Este replanteamiento permite una forma de acción organizativa más humana, receptiva y contextualizada.
Sin embargo, este enfoque no está exento de tensiones. La integración del afecto en los marcos de toma de decisiones corre el riesgo de idealizar la emoción o de reforzar inadvertidamente el control de la gestión mediante la mercantilización de la autenticidad. El énfasis en la emoción como recurso epistémico puede ocultar la desigual distribución del trabajo afectivo en función del género, la raza y la clase social. Además, aunque la crítica de la racionalidad es convincente, debe mantenerse alerta
para no caer en una falsa dicotomía que opone el sentimiento al pensamiento. Por el contrario, la fuerza del marco reside precisamente en su capacidad para mantener estas dimensiones en una tensión productiva. Por tanto, las futuras iteraciones deben permanecer atentas a las dinámicas de poder y a las limitaciones institucionales que determinan qué emociones se valoran, cuáles se silencian y quién soporta la carga de la actuación afectiva.
En la intersección entre afecto, ética y temporalidad organizativa existe un terreno fértil para nuevas investigaciones. ¿Cómo evolucionan las atmósferas emocionales a lo largo del tiempo y cómo conforman la memoria y la anticipación organizativas? ¿Qué innovaciones metodológicas son necesarias para captar las dimensiones fugaces, atmosféricas y a menudo preverbales de la vida afectiva en las organizaciones? La investigación comparativa podría explorar cómo difieren los regímenes afectivos entre contextos culturales, sectoriales e institucionales, poniendo de relieve tanto la plasticidad como la economía política de las normas emocionales. Además, la racionalidad afectiva podría relacionarse de forma fructífera con la teoría crítica, las epistemologías feministas o las perspectivas poscoloniales para sacar a la luz las exclusiones y normatividades ocultas incrustadas en las gramáticas emocionales dominantes. De este modo, la teoría del afecto puede convertirse no sólo en una herramienta de diagnóstico, sino también en un sitio generativo para imaginar futuros organizativos alternativos.
Al reconcebir la emoción no como lo opuesto a la razón, sino como su co- constituyente, esta perspectiva apunta hacia una percepción filosófica más profunda: que decidir no es simplemente elegir, sino implicarse en un mundo. El juicio, desde este punto de vista, es una forma de morada ética, una manera de permanecer en la complejidad, la ambigüedad y la naturaleza irreductiblemente afectiva de la vida en las organizaciones. Dirigir bien no es dominar las emociones, sino estar en sintonía vulnerable con ellas, sentir con discernimiento y actuar con cuidado. En una época marcada por la precariedad ecológica, la volatilidad política y la fragmentación social, este enfoque ofrece no sólo un refinamiento teórico, sino una orientación moral. Invita
a un tipo de liderazgo que no sólo sea eficaz sino receptivo, no sólo estratégico sino humano.
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