Iberoamerican Business Journal

Vol 9 N° 1 | Julio 2025 p. 005 - 035 ISSN:2521-5817 DOI: http://dx.doi.org/10.22451/5817.ibj2025.vol9.1.11096


La informalidad como régimen estructural:

Deconstruyendo narrativas hegemónicas sobre trabajo y desarrollo en economías periféricas

Informality as structural reflection: Towards a critical theory of socioeconomic inequalities in the global south



Descripción del autor:


Fernando Antonio Ramos Zaga


Docente a Tiempo Completo, Universidad Privada del Norte. Doctorando en Gestión de Empresas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Maestro en Derecho de la Empresa por la Escuela de Postgrado Newman. Abogado por la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)

Fernando Antonio Ramos Zaga 1

1 Universidad Privada del Norte, Perú. (fernando.ramos9@unmsm.edu.pe), https://orcid.org/0000-0001-6301-9460


RESUMEN


En los últimos años, la informalidad ha dejado de ser concebida como una anomalía transitoria para consolidarse como una característica estructural de las economías del Sur Global, expresión de profundas desigualdades socioeconómicas que desafían las explicaciones legalistas y economicistas tradicionales. Por ese motivo, el presente artículo propone un marco analítico crítico y multidimensional que reconceptualiza la informalidad no como un mero déficit de formalidad, sino como una manifestación compleja y funcional de exclusiones históricas, epistémicas e institucionales, sustentada por marcos legales ambiguos, narrativas simbólicas y formas precarias de subjetividad. Los hallazgos muestran que la informalidad opera como un modo de gobernanza y reproducción social que favorece a los Estados y a las élites, más que como un espacio de agencia emprendedora o simple falla regulatoria.


Recibido: 17 de mayo del 2025. Aceptado: 27 de mayo del 2025. Publicado: 31 de Julio

2025

Este es un artículo de acceso abierto, distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Atribucion - No Comercia_Compartir Igual 4.0 Internacional. (http://creativecommons.org/licenses/by-nc- sa/4.0/) que permite el uso no comercial, distribución y reproducción en cualquier medio, siempre que la obra original sea debidamente citada


En este sentido, se sostiene que abordar la informalidad exige un cambio de paradigma: pasar de enfoques tecnocráticos y normativos hacia una crítica profundamente política del desarrollo, la ciudadanía y el trabajo, que permita avanzar hacia una transformación estructural basada en la justicia redistributiva, el pluralismo epistémico y el reconocimiento de economías alternativas. Así, el marco propuesto no solo enriquece el debate teórico, sino que aporta herramientas para la formulación de políticas inclusivas que coloquen en el centro los derechos, la dignidad y la diversidad de estrategias de vida en el Sur Global.


Palabra clave: Informalidad, desigualdad estructural, Sur Global, economía política, exclusión institucional, perspectiva decolonial.


ABSTRACT

In recent years, informality has ceased to be understood as a temporary anomaly and has instead become a structural feature of the economies of the Global South—an expression of deeply entrenched socioeconomic inequalities that challenge traditional legalist and economic explanations. Accordingly, this article proposes a critical and multidimensional analytical framework that reconceptualizes informality not as a mere absence of formality, but as a complex and functional manifestation of historical, epistemic, and institutional exclusions, sustained by ambiguous legal frameworks, symbolic narratives, and precarious subjectivities. The findings reveal that informality operates as a mode of governance and social reproduction that benefits states and elites, rather than as a space of entrepreneurial agency or simple regulatory


failure. In this light, the article argues for a paradigm shift: from technocratic and normative approaches to a politically grounded critique of development, citizenship, and labor, paving the way for structural transformation grounded in redistributive justice, epistemic pluralism, and the recognition of alternative economies. The proposed framework not only enriches theoretical debates but also provides tools for designing inclusive policies that center rights, dignity, and the diversity of life strategies in the Global South.


Keywords: Informality, structural inequality, Global South, political economy, institutional exclusion, decolonial perspective.


  1. INTRODUCCIÓN


    En las primeras décadas del siglo XXI, la informalidad laboral ha dejado de ser considerada una anomalía pasajera del desarrollo para consolidarse como un rasgo estructural de las economías del Sur Global. Este fenómeno no responde únicamente a la falta de regulación o a la ausencia de crecimiento económico, sino que expresa de forma contundente las profundas y persistentes desigualdades socioeconómicas que configuran dichos contextos. En regiones como América Latina, más de la mitad de la población ocupada se inserta en el sector informal, sin acceso efectivo a derechos laborales, protección social ni reconocimiento institucional (OIT, 2018). Esta realidad, lejos de ser periférica, constituye una dimensión central de la organización económica y social de vastos sectores de la población.


    Los enfoques dominantes que han intentado explicar la informalidad han tendido a encerrarse en visiones reduccionistas, ya sea desde una óptica técnico- legalista, centrada en el incumplimiento normativo, o desde una perspectiva economicista, interesada en su impacto sobre la productividad y el crecimiento (De Soto, 1989). Estas interpretaciones, aunque útiles en ciertos aspectos, resultan claramente insuficientes para captar la complejidad del fenómeno. La informalidad no


    es simplemente la ausencia de formalización, sino un entramado de prácticas, relaciones y condiciones producidas y sostenidas por estructuras políticas, institucionales y epistemológicas que perpetúan la desigualdad.


    En el plano teórico, la evolución del concepto de informalidad refleja un tránsito desde las miradas dualistas, que la concebían como una etapa residual del desarrollo, hacia enfoques estructuralistas y críticos que la entienden como parte constitutiva del capitalismo periférico (Portes y Haller, 2005; Chen, 2012). A ello se suman contribuciones provenientes de la sociología crítica, la economía política y los estudios poscoloniales, que han puesto en evidencia el papel de los regímenes de saber, las formas de dominación institucional y las políticas de exclusión que invisibilizan o subordinan las economías populares (Davis, 2006). Estas aproximaciones permiten comprender la informalidad no como un residuo del pasado, sino como una modalidad contemporánea de reproducción social en contextos marcados por la desigualdad.


    No obstante, persisten importantes vacíos en la literatura. Las dimensiones de género, etnicidad, espacialidad y poder siguen siendo abordadas de manera marginal o fragmentaria, lo cual limita la capacidad explicativa de los marcos existentes. Asimismo, fenómenos recientes como la digitalización del trabajo, las crisis sanitarias globales o la transición ecológica reconfiguran las formas y condiciones de la informalidad, exigiendo nuevas herramientas conceptuales. En este sentido, la informalidad representa no solo un desafío empírico, sino también un reto epistemológico que interpela a las ciencias sociales a revisar sus categorías y modos de producción de conocimiento.


    Comprender la informalidad desde una perspectiva integral tiene, además, implicaciones prácticas decisivas. Superar la lógica de la formalización entendida como mera adecuación normativa requiere formular políticas públicas capaces de abordar las causas estructurales de la informalidad, tales como la precariedad institucional, la desigualdad en el acceso a derechos y la desarticulación entre economía y ciudadanía. Este giro resulta indispensable para avanzar hacia modelos


    de desarrollo inclusivos y orientados a la justicia social, que reconozcan y fortalezcan las prácticas económicas alternativas y los saberes subalternos.


    En este marco, el presente artículo tiene por objetivo desarrollar un marco analítico crítico y multidimensional que permita reconceptualizar la informalidad como una expresión estructural de las desigualdades socioeconómicas en el Sur Global. A través de la articulación de dimensiones políticas, institucionales, epistémicas y distributivas, se busca contribuir a una comprensión más integral del fenómeno, así como a la formulación de agendas teóricas y políticas orientadas a la construcción de horizontes más justos e inclusivos.


  2. EVOLUCIÓN CONCEPTUAL Y TENSIONES EPISTÉMICAS


    A lo largo de las últimas cinco décadas, la informalidad ha emergido no solo como una categoría empírica cada vez más visible, sino también como un prisma analítico fundamental para comprender la reconfiguración contemporánea del trabajo, la economía y la política en el Sur Global. La evolución del concepto, sus múltiples significados y sus diversas aplicaciones analíticas revelan una historia intelectual en tensión, atravesada por dilemas epistemológicos, disputas ideológicas y urgencias políticas. Más allá de una simple etiqueta descriptiva, la informalidad es, en efecto, un campo problemático donde convergen visiones antagónicas sobre el desarrollo, el Estado y la agencia social.


    El origen del término se sitúa en un momento crítico: el fracaso de las promesas del desarrollismo en los años setenta y la creciente urbanización sin empleo en países de África, Asia y América Latina. Fue Keith Hart (1973), observando las estrategias de subsistencia de los migrantes urbanos en Ghana, quien acuñó por primera vez el concepto de “sector informal de ingresos”, dando visibilidad a formas de trabajo no reguladas, excluidas de las categorías convencionales de empleo. La posterior adopción institucional por parte de la OIT, con su informe pionero sobre el empleo en Kenia (OIT, 1972), consolidó el término dentro del léxico del desarrollo, aunque también fijó ciertas características normativas —pequeña escala, baja tecnología,


    intensidad de mano de obra, informalidad legal— que marcaron su trayectoria discursiva durante décadas.


    Sin embargo, el concepto no permaneció estático. La transformación de “sector informal” a “economía informal” supuso un reconocimiento de la heterogeneidad de sus expresiones, así como del carácter dinámico de las fronteras entre lo formal y lo informal. Más adelante, la noción de “trabajo informal” (Chen, 2012) desplazó el foco hacia las condiciones laborales, permitiendo incorporar situaciones de informalidad dentro de empresas formalmente registradas. Esta evolución conceptual responde a cambios en la realidad socioeconómica, pero también a debates teóricos y luchas políticas sobre qué contar, cómo nombrar y desde dónde intervenir.


    La geografía del pensamiento sobre la informalidad también es diversa. Mientras que en América Latina predominó un enfoque estructuralista, desarrollado por el PREALC en los años setenta, que relacionaba la informalidad con la heterogeneidad productiva y el insuficiente crecimiento del empleo formal (Pérez, 1998), otras regiones, como Asia, tendieron a enfatizar factores institucionales o legales. Portes y Haller (2005) han mostrado cómo estas diferencias regionales revelan no solo distintas realidades económicas, sino también marcos interpretativos divergentes. No se trata únicamente de describir un fenómeno, sino de interpretarlo, clasificarlo y prescribir formas de intervención, lo cual implica siempre una toma de posición.


    La forma en que se mide la informalidad es también una arena de controversia. La transición de indicadores centrados en unidades productivas hacia mediciones basadas en características del empleo ha generado tensiones metodológicas, particularmente en contextos donde las formas de organización económica escapan a las taxonomías convencionales. Como advierten Schneider y Enste (2000), las estimaciones del tamaño de la economía informal pueden variar ampliamente dependiendo de las definiciones y métodos empleados, lo que evidencia no solo dificultades técnicas, sino también el carácter políticamente cargado de toda operación de medición.


    Desde una perspectiva teórica, la informalidad ha sido abordada desde marcos muy diversos. El modelo dualista de Arthur Lewis (1954) concebía el sector informal como una reserva transitoria de mano de obra, mientras que autores estructuralistas como Prebisch (1981) lo veían como una expresión permanente de la desigualdad centro-periferia. En contraste, el enfoque legalista de Hernando de Soto (1989) propone que la informalidad es una elección racional frente a un sistema legal excesivamente burocrático. La solución, desde esta perspectiva, es simplificar el acceso a la formalidad, sin atender necesariamente a las desigualdades estructurales de fondo. Julio Tokman (2007), retomando el enfoque estructuralista, cuestiona esta visión, subrayando que la informalidad no se elige libremente, sino que es una imposición derivada de la escasez de oportunidades productivas.


    Una vía más reciente ha sido la aportada por el institucionalismo de Douglass North (1990), quien destaca el papel de las reglas formales e informales en la estructuración de la vida económica. Para North, la informalidad puede ser una respuesta adaptativa ante la disfunción institucional, una forma de reducir costos de transacción en contextos donde las reglas formales no se cumplen o no funcionan. A su vez, Acemoglu y Robinson (2012) ligan la persistencia de la informalidad a la existencia de instituciones extractivas que concentran el poder y bloquean el acceso de la mayoría a los beneficios del desarrollo. En este marco, las redes informales aparecen como estrategias de sobrevivencia frente al despojo institucional.


    Más allá de estas perspectivas, los enfoques poscoloniales han cuestionado la neutralidad de la categoría misma. Autores como Aníbal Quijano (2000) y Ramón Grosfoguel (2007) han argumentado que las nociones de “formalidad” e “informalidad” son parte de un imaginario eurocéntrico que naturaliza una cierta visión de la economía —capitalista, occidental, regulada por el Estado— como norma universal. Desde esta mirada crítica, la informalidad no es una desviación ni una anomalía, sino la forma dominante de organización económica en muchas sociedades postcoloniales, estructurada por una historia larga de dominación racial y epistémica. Este giro decolonial no implica romantizar lo informal, sino cuestionar los marcos desde los cuales se lo interpreta y gobierna.


    Entender la informalidad como un fenómeno multidimensional obliga a ir más allá de las dicotomías tradicionales. Dimensiones laborales, empresariales, territoriales y fiscales se entrelazan de manera compleja en espacios urbanos fragmentados, donde la legalidad, la propiedad y la ciudadanía son constantemente negociadas. El marco propuesto por Kanbur y Keen (2014), que distingue entre evasión, elusión, exclusión y salida voluntaria, permite matizar las razones por las cuales ciertos actores se sitúan fuera del marco formal. En muchos casos, lo que aparece como una elección es en realidad una imposibilidad. Esta taxonomía, aplicada a contextos concretos, muestra cómo el mismo fenómeno —por ejemplo, el trabajo ambulante— puede responder a dinámicas muy distintas.


    Las desigualdades de género y etnia son ejes centrales de la informalidad. Las mujeres, en particular, están sobrerrepresentadas en segmentos informales mal remunerados, como el trabajo doméstico no remunerado o el comercio ambulante. Chant y Pedwell (2008) han documentado cómo las normas de género influyen en la división del trabajo informal, limitando el acceso de las mujeres a actividades más rentables o visibles. A esto se suman los efectos de la racialización: los sujetos racializados suelen enfrentarse a formas de informalidad más precarias y menos protegidas (Vanek et al., 2014). Estas intersecciones muestran que la informalidad no es solo una cuestión económica, sino también una construcción social, cargada de desigualdades históricas y simbólicas.


    Las identidades producidas en el marco de la informalidad son también inestables, móviles y fragmentadas. Verónica Gago (2017) habla de “identidades hiperflexibles” para describir cómo los sujetos informales deben adaptarse constantemente a un entorno cambiante, combinando múltiples actividades y desplazándose entre lo legal y lo ilegal. Esta fluidez identitaria dificulta la formación de sujetos colectivos y la organización política, reforzando la invisibilidad social y política de los trabajadores informales.


    Desde un punto de vista ideológico, la informalidad ha sido reconfigurada en el discurso neoliberal como un espacio de agencia, autonomía y emprendimiento. La figura del “emprendedor pobre”, promovida por organismos multilaterales y popularizada por autores como Banerjee y Duflo (2011), propone que los sectores populares pueden salir de la pobreza mediante el esfuerzo individual y el acceso a microcréditos. Sin embargo, los datos empíricos muestran que la movilidad ascendente en el sector informal es limitada y excepcional (Fields, 2019). Esta narrativa individualista tiende a ocultar las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad, desplazando la responsabilidad desde el Estado hacia los sujetos.

    El auge de las microfinanzas y su exaltación en discursos como el de Muhammad Yunus (2007) refuerzan esta visión, promoviendo soluciones de mercado a problemas sociales. Aunque el acceso al crédito puede ser útil en ciertos casos, no sustituye políticas públicas de empleo, protección social y redistribución. Como advierte Harvey (2007), el neoliberalismo redefine los derechos sociales como oportunidades individuales, despolitizando la pobreza e institucionalizando la precariedad.


    La informalidad, en este contexto, funciona como una tecnología de gobierno que combina desregulación, autoexplotación y disciplinamiento social. Las reformas neoliberales implementadas en los años ochenta y noventa, que incluyeron la flexibilización laboral y la reducción del Estado, crearon las condiciones para la proliferación de empleos informales (Portes y Hoffman, 2003). Munck (2013) señala que la informalidad neoliberal implica una forma de autoexplotación consensuada, en la que los sujetos asumen los costos del trabajo sin acceder a derechos ni seguridad.


    Las representaciones mediáticas y académicas de la informalidad son también un campo de disputa. Mientras algunos medios criminalizan a los informales como evasores o infractores, otros los celebran como emprendedores heroicos. En el campo académico, coexisten tres grandes enfoques: uno celebratorio y legalista (De Soto), otro crítico y estructuralista (Portes), y uno pragmático, centrado en políticas graduales de formalización (Chen). Cada uno de estos enfoques responde a diferentes diagnósticos, intereses y marcos normativos. La producción de saber experto por parte de think tanks, organismos multilaterales y bancos de desarrollo


    (BID, OCDE) también moldea el debate, muchas veces desplazando las voces subalternas.


    Las organizaciones de trabajadores informales, como WIEGO1, ofrecen una perspectiva distinta, enraizada en la experiencia vivida y en la lucha por el reconocimiento y los derechos. Estas voces, a menudo marginalizadas en el discurso experto, son fundamentales para repensar la informalidad no como un problema a ser resuelto desde arriba, sino como una condición histórica que debe ser transformada colectivamente. Es así como cualquier análisis crítico de la informalidad debe partir de un compromiso con la complejidad, la historicidad y la pluralidad de sus manifestaciones, reconociendo que detrás de cada concepto hay vidas concretas, conflictos materiales y horizontes posibles de justicia social.


  3. PARADOJAS Y CONTRADICCIONES EN LA IDEALIZACIÓN DE LA INFORMALIDAD


    La figura del trabajador informal, frecuentemente exaltada como emblema de autonomía y resiliencia frente a las rigideces de la economía formal, encierra una paradoja que desborda los límites de la interpretación liberal. Lejos de constituir una expresión pura de libertad económica o elección individual, la informalidad se configura como una práctica social y económica marcada por constricciones estructurales, ambigüedad institucional y disputas simbólicas sobre el valor del trabajo. En este contexto, el ideal de libertad neoliberal, enunciado como autonomía del individuo frente al Estado, se disuelve en el entramado de relaciones desiguales que condicionan las opciones y acciones de quienes habitan los márgenes del sistema formal (Brown, 2015).


    1 WIEGO (Women in Informal Employment: Globalizing and Organizing) es una organización fundada por Martha Chen, economista de la Universidad de Harvard, quien, ante la persistente invisibilización de millones de mujeres trabajadoras informales, impulsó la creación de esta red global. Con sede en Manchester, Reino Unido, WIEGO combina investigación, acción política y organización para visibilizar y dignificar el trabajo informal, especialmente el realizado por mujeres.


    Desde esta perspectiva, la agencialidad del trabajador informal no puede ser comprendida como una voluntad desanclada de contexto, sino como el resultado de una “autonomía precaria” (Butler, 2009), sujeta a relaciones de subordinación económica, dependencia institucional e inseguridad normativa. La aparente capacidad de decidir —por ejemplo, evitar cargas impositivas o mantener flexibilidad horaria— oculta una situación estructural donde las alternativas reales son extremadamente limitadas (Kanbur, 2017). Este tipo de elección forzada recuerda a las dinámicas propias de las cadenas de valor globales, donde sectores formales trasladan sus riesgos a segmentos informales a través de mecanismos de subcontratación y tercerización (Phillips, 2011), estableciendo una red de interdependencias que contradice cualquier noción ingenua de independencia económica.


    En este marco, la representación del informal como un “microempresario” o “emprendedor por elección” se sostiene, muchas veces, sobre datos estadísticos que no capturan la profundidad de los procesos sociales involucrados. Las encuestas pueden registrar una preferencia declarada por evitar la formalización, pero omiten los costos ocultos de tal decisión: inseguridad jurídica, ausencia de cobertura médica, falta de protección frente al despido, y barreras casi infranqueables para acceder al crédito o al crecimiento económico sostenido (Levy, 2008). La informalidad, más que un refugio voluntario, se manifiesta como una trampa estructural que perpetúa la exclusión social (Cruces y Gasparini, 2013), donde las estrategias de subsistencia terminan por consolidar un horizonte económico cerrado y carente de movilidad.


    Es por ello que resulta problemático aplicar de manera acrítica los marcos de racionalidad instrumental propios del paradigma neoclásico, que postulan agentes maximizadores de utilidad y decisiones optimizadas al margen del contexto. En la práctica, los trabajadores informales desarrollan racionalidades múltiples que combinan valores de reciprocidad, economía moral, relaciones de confianza y redes de solidaridad (Scott, 1977; Harriss-White, 2010). Ignorar estas formas de racionalidad implica perder de vista la riqueza de un universo económico que desafía las fronteras entre lo público y lo privado, lo económico y lo social, lo individual y lo colectivo. Como ha señalado Laville (2013), una lectura plural de la economía permite


    integrar estas dimensiones y reconocer la coexistencia de diversas lógicas que cohabitan, compiten y se superponen en la vida cotidiana de los trabajadores informales.


    No puede entenderse la masificación del sector informal sin considerar su funcionalidad política para los Estados y otros actores institucionales. Lejos de constituir un mero efecto colateral de la incapacidad estatal, la informalidad ha sido históricamente tolerada, e incluso promovida, como un mecanismo de contención del malestar social (Holland, 2016). El Estado, al permitir que millones de personas sobrevivan fuera del marco legal sin intervenir activamente, gestiona la pobreza sin resolverla. Esta forma de “tolerancia represiva” (Perlman, 2010) mantiene a los trabajadores en una condición ambigua: lo suficientemente visibles para ser explotados, pero invisibles cuando se trata de reconocimiento de derechos.


    El clientelismo opera aquí como una estrategia complementaria, mediante la cual los políticos locales establecen vínculos de dependencia con grupos informales, ofreciendo protección a cambio de lealtad electoral (Auyero, 2001). Esta dinámica refuerza la informalidad como una estrategia de gobernanza, donde la ausencia de derechos se transforma en una herramienta de control. La omisión de políticas estructurales de formalización no responde a una falta de capacidad técnica, sino a una lógica de “abandono selectivo” (Fernández-Kelly y Shefner, 2006), en la que el Estado retira su presencia de territorios periféricos y sectores vulnerables, dejándolos expuestos a una doble exclusión: la del mercado y la del derecho.


    Esta retirada no ocurre al azar. Las decisiones presupuestarias, las políticas de urbanización excluyente y la débil implementación de marcos legales muestran que el Estado reproduce activamente las condiciones que perpetúan la informalidad (Bayat, 2013). En muchos casos, se crean zonas de ambigüedad legal que permiten a ciertos actores —sobre todo empresariales— beneficiarse de la informalidad sin incurrir en los costos de la formalización. Esta estrategia, que Roy (2009) denomina “política de la ambigüedad”, permite que lo informal sea simultáneamente criminalizado y promovido, castigado e incentivado, dependiendo de quién lo ejerza y


    con qué fines. La informalidad, en este sentido, no representa una disfunción del sistema, sino una expresión más de su racionalidad estratégica (Agamben, 2005).


    Esta dinámica institucional, sin embargo, no se limita al ámbito normativo o económico. También incide profundamente en las configuraciones identitarias de quienes participan del sector informal. Lejos de constituir una masa homogénea, los trabajadores informales construyen y negocian identidades múltiples y, a veces, contradictorias. En distintos contextos, pueden ser vistos —o verse a sí mismos— como evasores, víctimas o emprendedores (Lautier, 2004). Estas representaciones no son inocuas: se vinculan con discursos hegemónicos que definen quién merece apoyo y quién no, quién puede ser sujeto de políticas públicas y quién debe ser criminalizado. La noción de “subjetividad neoliberal” (Dardot y Laval, 2013) resulta particularmente útil para comprender cómo estas identidades incorporan los imperativos de autoeficiencia y auto-responsabilidad, incluso en contextos de precariedad extrema.


    Esta fragmentación identitaria incide en la posibilidad de construir solidaridades estables y organizaciones colectivas capaces de disputar derechos. A diferencia del trabajo formal, donde la existencia de relaciones laborales definidas facilita la sindicalización, en el ámbito informal las condiciones materiales dificultan la acción colectiva. La alta rotación, la dispersión geográfica y la falta de reconocimiento legal impiden el desarrollo de vínculos duraderos que sustenten la organización política (Lindell, 2010). Sin embargo, la ausencia de sindicatos tradicionales no significa la ausencia de formas de resistencia. Cooperativas, redes transnacionales y nuevas formas de sindicalismo informal han emergido como alternativas para enfrentar la exclusión (Agarwala, 2013; Chen, 2014). Estas expresiones, que operan muchas veces fuera de los marcos legales tradicionales, encarnan una “política de lo invisible” (Chatterjee, 2004), donde la lucha por derechos se articula en espacios no reconocidos por el Estado.


    La ausencia de una identidad laboral estable impide a los trabajadores informales reclamar sus derechos de manera efectiva. Esta precariedad legal se traduce en una exclusión institucional que obstaculiza el acceso a mecanismos de


    protección social, justicia laboral y ciudadanía económica plena (Standing, 2011; Fudge y Owens, 2006). Los episodios de criminalización de la protesta y la indiferencia estatal frente a las demandas colectivas de los sectores informales ilustran cómo la ambigüedad identitaria se transforma en una barrera política y jurídica. La noción de “ciudadanía económica fracturada” (Brown, 2015) permite entender esta situación como una exclusión estructural basada no en la falta de documentación o nacionalidad, sino en la naturaleza ambigua de la inserción laboral.


    Por ende, la informalidad no puede ser comprendida únicamente como una condición económica, ni explicada a partir de elecciones individuales o deficiencias estatales aisladas. Se trata de un fenómeno complejo que combina coerción estructural, funcionalidad institucional, ambigüedad legal e identidades fragmentadas. Abordarlo requiere un enfoque multidimensional que combine análisis político, económico, jurídico y cultural, evitando reduccionismos y reconociendo la heterogeneidad del fenómeno. Solo a partir de este enfoque es posible imaginar formas de intervención que no reproduzcan la lógica de la exclusión, sino que promuevan una ciudadanía basada en el reconocimiento pleno de derechos y en la construcción de alternativas solidarias, colectivas y sostenibles.


  4. REPENSAR LA INFORMALIDAD DESDE LA ECONOMÍA POLÍTICA Y CRÍTICA


    En el vasto entramado de la economía del desarrollo, la informalidad ha sido abordada desde diversas tradiciones analíticas, muchas de las cuales han oscilado entre su comprensión como una anomalía transitoria y su reconocimiento como una característica estructural de las economías periféricas. Esta ambivalencia ha alimentado no solo un debate conceptual prolongado, sino también la persistencia de políticas públicas ineficaces o incluso contraproducentes. La necesidad de articular una lectura crítica y coherente exige, por tanto, no solo una revisión de las principales corrientes teóricas, sino una integración reflexiva de sus aportes, tensiones y omisiones.


    Desde la tradición estructuralista latinoamericana, la informalidad ha sido concebida no como una disfunción corregible mediante ajustes marginales, sino como una expresión constitutiva de la heterogeneidad estructural. Este concepto, desarrollado particularmente por autores como Aníbal Pinto (1970), describe la coexistencia asimétrica de sectores con capacidades productivas dispares, una situación agravada por la posición periférica que ocupan estas economías en la división internacional del trabajo. En esta lectura, el sector informal no es un residuo en proceso de desaparición, sino un espacio persistente que absorbe el excedente de fuerza laboral excluido del sector moderno, reflejando un patrón de desarrollo desigual e incompleto.


    Si bien el dualismo económico propuesto por Lewis (1954) ofrecía una tipología útil para ilustrar la existencia de sectores divergentes, fue insuficiente para captar las dinámicas de subordinación estructural. La revisión estructuralista, influida por las tesis centro-periferia de Prebisch, problematizó estas simplificaciones y evidenció cómo los términos de intercambio desfavorables, la dependencia tecnológica y la inserción subordinada en los mercados globales condicionan las trayectorias de industrialización y contribuyen a la expansión del trabajo informal. En tiempos recientes, los análisis neo-estructuralistas (Katz, 2001; Taylor, 2011; Rodrik, 2015) han actualizado este marco al considerar cómo las cadenas globales de valor y los regímenes contemporáneos de acumulación continúan reproduciendo desigualdades entre países y dentro de ellos. Estos enfoques permiten articular la informalidad con las persistentes brechas de productividad, cuestionando las narrativas que la explican únicamente en términos de racionalidad individual o fallas de mercado.


    Paralelamente, la literatura institucionalista ha ofrecido herramientas analíticas relevantes para comprender las decisiones de los actores económicos en contextos de debilidad institucional. El trabajo de Elinor Ostrom (1990), al centrarse en los mecanismos de gobernanza colectiva desarrollados por comunidades para gestionar recursos comunes, permite repensar la informalidad como un espacio de autoorganización que no necesariamente implica desorden o anomia. En esta clave, las prácticas informales de coordinación —como las redes de comerciantes callejeros


    o los sistemas de crédito rotativo— deben entenderse como respuestas adaptativas frente a un entorno formal excluyente o ineficiente.


    La teoría de los costos de transacción, en la línea de Douglass North (1990), refuerza esta lectura al mostrar cómo las rigideces institucionales, la falta de confianza en el sistema legal y los altos costos de cumplimiento normativo llevan a los actores a operar al margen del sistema formal. La informalidad no aparece entonces como una anomalía, sino como una solución funcional para reducir la incertidumbre y operar en entornos institucionales adversos. Esta visión adquiere un cariz más crítico en el marco propuesto por Acemoglu y Robinson (2012), quienes, al distinguir entre instituciones inclusivas y extractivas, subrayan cómo las primeras fomentan la participación y la innovación, mientras que las segundas perpetúan el control y la desigualdad. En contextos donde predominan instituciones extractivas, la informalidad puede convertirse en una forma de resistencia o de mera supervivencia ante un sistema que margina deliberadamente a amplios sectores de la población.


    No obstante, cualquier aproximación institucionalista rigurosa requiere integrar la dimensión del poder. Desde un enfoque neo-institucionalista crítico (Chang, 2011), las reglas —formales e informales— son inseparables de las relaciones de poder que las constituyen y reproducen. Las instituciones no son simplemente el resultado de acuerdos colectivos racionales, sino de trayectorias históricas marcadas por conflictos, exclusiones y sedimentaciones normativas que responden a intereses particulares. Esta perspectiva permite desmontar la ficción de la neutralidad institucional y visibilizar cómo ciertas configuraciones institucionales legitiman y perpetúan la informalidad en beneficio de actores dominantes.


    Avanzar hacia una comprensión más profunda de la informalidad requiere también descentrar las epistemologías dominantes y considerar marcos poscoloniales y decoloniales que cuestionen el sesgo eurocéntrico de buena parte del pensamiento económico. Las epistemologías del Sur (Connell, 2007; Santos, 2014) no solo problematizan la legitimidad del conocimiento producido desde el Norte Global, sino que también proponen formas alternativas de conceptualizar el trabajo,


    la economía y la ciudadanía. Desde esta óptica, la informalidad no es simplemente una categoría técnica, sino una expresión de la colonialidad del poder (Quijano, 2000), es decir, de la persistencia de jerarquías raciales, epistémicas y económicas que estructuran el orden mundial.


    El legado colonial se refleja en la forma en que el Estado y el mercado han sido diseñados para excluir sistemáticamente a las poblaciones indígenas, afrodescendientes y campesinas, condenándolas a la marginalidad y despojándolas de derechos fundamentales. La crítica poscolonial, lejos de ser un simple ejercicio académico, implica una apertura epistemológica que enriquece el análisis económico al visibilizar experiencias históricamente invisibilizadas y proponer formas de organización económica que desafían los supuestos del capitalismo liberal. Proyectos decoloniales como los de Mignolo y Walsh (2018) insisten en la necesidad de valorar las formas comunitarias, solidarias y no capitalistas de producción y reproducción de la vida, no como reliquias del pasado, sino como horizontes posibles para un desarrollo alternativo.


    En este escenario, el papel del Estado adquiere una centralidad ineludible. Lejos de ser un ente neutral, su intervención —o su ausencia— condiciona decisivamente la expansión, persistencia o transformación de la informalidad. Uno de los aspectos más complejos es la gobernanza fiscal. Si bien se ha insistido en la necesidad de ampliar la base tributaria incluyendo al sector informal, en la práctica los sistemas fiscales duales —que gravan severamente al sector formal mientras permiten amplios márgenes de evasión e informalidad a otros actores— tienden a reforzar las desigualdades existentes (Besley y Persson, 2014). A menudo, los trabajadores informales subsidian indirectamente el sistema mediante impuestos al consumo o la prestación de servicios precarios, mientras que grandes actores económicos se benefician de formas sofisticadas de evasión o elusión fiscal (Gómez- Sabaini y Morán, 2013).


    Los intentos de formalización mediante regímenes simplificados, como el monotributo, han tenido resultados ambiguos. Aunque pueden facilitar la inclusión de ciertos segmentos, tienden a beneficiar a los pequeños empresarios antes que a los


    trabajadores más vulnerables (Bird y Zolt, 2008). Una gobernanza fiscal progresiva, como propone Piketty (2014), debería centrarse en gravar la riqueza y los ingresos elevados, antes que en imponer cargas adicionales a quienes ya operan en condiciones de subsistencia.


    A nivel de políticas públicas, la mayoría de las estrategias de formalización han fracasado por su enfoque reduccionista. Basadas en la idea de que la informalidad es una elección racional ante los costos de entrada al sistema formal, muchas de estas políticas —inspiradas en los planteamientos de Maloney (2004)— ignoran las barreras estructurales que enfrentan los trabajadores informales, desde la falta de capital inicial hasta la ausencia de protección social o representación colectiva. Esta visión técnico- legalista, al centrarse exclusivamente en la regulación, termina por invisibilizar las dinámicas de exclusión social, económica y política que dan forma a la informalidad. Frente a estos límites, se vuelve imprescindible avanzar hacia una institucionalización inclusiva, entendida como un proceso que no se reduce a la formalización legal, sino que implica garantizar derechos, construir capacidades y redistribuir poder. Iniciativas como los “pisos de protección social” propuestos por la OIT (2011) ofrecen un marco normativo viable para extender la seguridad económica básica a todos los ciudadanos, sin importar su situación laboral. Experiencias concretas en Uruguay o Tailandia muestran que es posible diseñar políticas adaptadas a los distintos tipos de informalidad, reconociendo su diversidad interna y

    evitando soluciones uniformes.


    Pero más allá de las políticas sectoriales, lo que está en juego es una concepción más profunda de la justicia económica. La informalidad no puede analizarse sin considerar su vínculo con la distribución primaria del ingreso y con un modelo económico que privilegia la acumulación de capital a costa de la precariedad de las mayorías. Autores como Palma (2011) han mostrado cómo la concentración de la riqueza en las capas más altas de la sociedad no solo es una fuente de desigualdad, sino también una causa directa de informalidad. En este sentido, el concepto de “capitalismo de la escasez” (Breman y van der Linden, 2014) capta con


    precisión cómo la precariedad de la mayoría se convierte en un recurso funcional para la acumulación de unos pocos.


    Cuestionar este modelo implica también interpelar las formas de subjetivación que produce. La autoexplotación, el emprendimiento forzado y la retórica de la eficiencia individual configuran un régimen de gobernanza que responsabiliza a los trabajadores por su exclusión, mientras oculta las estructuras que la generan (Ferguson, 2015). Proponer alternativas basadas en la economía social y solidaria (Gibson-Graham, 2006) no es simplemente un ejercicio utópico, sino una manera de reimaginar las formas de producción y distribución que prioricen el bienestar colectivo sobre la rentabilidad privada.


    Una perspectiva de justicia económica debe anclarse en los derechos. El trabajo informal, lejos de ser un mero arreglo transitorio, revela la negación sistemática de derechos económicos fundamentales, desde la seguridad de ingresos hasta el acceso a servicios públicos. Aplicar el marco de los derechos económicos (Sepúlveda, 2003) permite situar el debate más allá de la eficiencia y reivindicar la dignidad inherente de todo trabajo. Vincular estos derechos con la ciudadanía económica y el derecho a la ciudad (Harvey, 2012) es esencial para garantizar que los trabajadores informales no sean tratados como sujetos residuales, sino como actores legítimos con pleno derecho a participar en la construcción del espacio urbano y económico.


    El avance hacia un horizonte de justicia requiere articular propuestas de reparación estructural. El marco de Fraser y Honneth (2003), que combina reconocimiento, redistribución y representación, ofrece una base teórica robusta para abordar las múltiples dimensiones de la injusticia que experimentan los trabajadores informales. No se trata solo de corregir fallas individuales, sino de transformar las condiciones estructurales que han producido y reproducido la exclusión. La justicia económica transformadora (Santos, 2014) no se conforma con integrar a los excluidos al sistema existente, sino que aspira a reconfigurar las estructuras mismas del poder económico y político. Este es, quizás, el desafío más profundo y urgente que plantea la informalidad en el siglo XXI.


  5. IMPLICANCIAS PARA LA TEORÍA Y LA POLÍTICA ECONÓMICA


    La construcción discursiva del emprendimiento informal ha sido objeto de una sofisticada operación ideológica que, bajo el barniz de la resiliencia y la capacidad emprendedora, esconde procesos mucho más complejos y profundamente estructurales. La exaltación de figuras como el emprendedor por necesidad, tan presente en la literatura de corte desarrollista (Banerjee y Duflo, 2011), no debe ser leída en términos meramente descriptivos o celebratorios, sino como el síntoma de una racionalidad política que desplaza la responsabilidad de las condiciones materiales de vida desde el Estado hacia el individuo. Esta narrativa se inscribe en lo que algunos autores denominan una “economía moral de la precariedad” (Lamont, 2019), donde la supervivencia en contextos adversos se reconfigura como una virtud, despolitizando así el sufrimiento social.

    Desde esta perspectiva, el emprendimiento informal se convierte en una expresión de virtud cívica: una manifestación de ingenio, de valentía, incluso de heroísmo. Sin embargo, lo que se celebra como virtud individual en realidad constituye una forma de desposesión estructural. Fassin (2009) ha señalado cómo estas narrativas moralizantes no solo justifican la retirada del Estado de sus funciones redistributivas, sino que también operan como dispositivos de ocultamiento. Al exaltar la iniciativa personal, se invisibilizan las condiciones que hacen posible —y a menudo inevitable— el tránsito hacia la informalidad: la ausencia de empleo formal, la precarización del trabajo, la falta de protección social, y, en última instancia, la erosión de los derechos laborales.


    La resiliencia, en este sentido, se convierte en una categoría ambigua. Chandler (2014) advierte sobre los riesgos de su cooptación por parte del discurso neoliberal, al redefinirla como una cualidad individual que permite sobreponerse a la adversidad. Esta conceptualización no solo desresponsabiliza al Estado, sino que instala una ética del mérito que criminaliza la fragilidad. En contraposición, una lectura crítica de la resiliencia —como la propuesta por Butler (2004)— nos lleva a considerarla no como una capacidad sino como una exposición: una marca de la


    vulnerabilidad estructural que requiere respuesta colectiva y no simplemente adaptación individual. La precariedad, como ha señalado Lorey (2015), no es accidental, sino producida políticamente a través de regímenes de flexibilización, ajuste y desregulación.


    Estas observaciones conducen a una reflexión más amplia sobre la necesidad de revisar los marcos analíticos tradicionales con los que se aborda la informalidad. Roever y Skinner (2016) insisten en desnaturalizar el concepto mismo de informalidad, denunciando su carácter performativo: no describe simplemente una realidad preexistente, sino que contribuye a configurarla. En efecto, la línea que separa lo formal de lo informal no solo es borrosa, sino que se encuentra impregnada de valoraciones normativas que responden a intereses específicos. El trabajo de Rakowski (1994) es particularmente esclarecedor al mostrar cómo la informalidad ha sido históricamente instrumentalizada para gestionar poblaciones “sobrantes” del sistema económico formal.

    Esta crítica obliga a abandonar la noción dicotómica que opone lo formal a lo informal y avanzar hacia marcos más complejos que reconozcan las zonas de intersección, las continuidades y las formas de regulación híbrida. Phillips (2011) propone precisamente una teoría que contemple la interdependencia de ambos sectores, subrayando que la informalidad no es simplemente un residuo de la modernización incompleta, sino una forma activa de organización económica con lógicas propias. Ello requiere superar definiciones tautológicas, como la que identifica informalidad con ausencia de regulación, para examinar en cambio las formas informales de normatividad, las economías morales y las estructuras comunitarias que configuran el comportamiento económico fuera del marco legal.


    La disputa entre inclusión, regulación y autonomía ha ocupado un lugar central en este debate. Mientras algunos enfoques abogan por una formalización plena de los trabajadores informales como vía para el acceso a derechos, otros alertan sobre los riesgos de imponer modelos únicos que no reconocen las formas de agencia y subsistencia que emergen en la informalidad. Kabeer et al. (2010) llaman la atención sobre el desafío que implica garantizar protección sin anular la flexibilidad, mientras Lindell (2010) nos recuerda que las definiciones mismas de lo que cuenta como


    informal están atravesadas por relaciones de poder: quién define, desde dónde y con qué fines.


    En lugar de optar por soluciones universales o normativas, se propone aquí un enfoque dialéctico que reconozca la informalidad como campo de conflicto, negociación y pluralidad institucional. Las políticas hacia la informalidad, en esta perspectiva, no son meramente técnicas, sino expresiones de disputas sociopolíticas que deben ser abordadas con sensibilidad contextual y apertura epistemológica.


    Una crítica similar debe dirigirse a las categorías tradicionales de la economía del desarrollo, cuya aplicación a contextos de alta informalidad resulta a menudo limitada o distorsionadora. La noción de productividad, por ejemplo, concebida en términos de rendimiento económico formal, excluye una vasta gama de actividades que son esenciales para la reproducción de la vida pero que no se registran en los indicadores convencionales (Charmes, 2012). Fraser (2016) ha insistido en la necesidad de visibilizar el trabajo reproductivo y de cuidado como una dimensión central de la economía, muchas veces asumida informalmente y no reconocida ni remunerada.


    La agencia, por su parte, requiere ser pensada más allá del individuo racional- maximizador. Sen (1999) ofrece un marco que incorpora dimensiones relacionales, éticas y comunitarias, lo que permite comprender mejor las decisiones de los trabajadores informales como parte de estrategias colectivas, no siempre orientadas a la maximización de beneficios sino a la reproducción social, la solidaridad y la sobrevivencia. Esta mirada requiere también el desarrollo de nuevas categorías analíticas capaces de dar cuenta de arreglos económicos alternativos, como los que emergen en las economías solidarias, cooperativas o comunitarias, que no pueden ser comprendidas desde la lógica del mercado formal ni de la empresa capitalista.


    En este mismo sentido, los modelos económicos deben integrar de forma explícita criterios éticos y distributivos. Stiglitz (2012) ha argumentado que la eficiencia no puede desvincularse de la justicia social, y que la evaluación de las políticas


    económicas debe considerar sus efectos redistributivos. Folbre (2001) subraya la centralidad del trabajo de cuidado, y propone su inclusión sistemática en el análisis económico como una cuestión de justicia y sostenibilidad. En esta línea, propuestas como la economía del bien común (Coraggio, 2011) o los indicadores multidimensionales de desarrollo (Alkire y Foster, 2011) abren caminos para repensar el desarrollo desde parámetros más integrales, que reconozcan la pluralidad de objetivos y valores presentes en las sociedades contemporáneas.


    Cualquier reflexión crítica sobre la informalidad debe incorporar una mirada anticipatoria sobre los desafíos que enfrenta el Sur Global. La digitalización, como advierten Graham et al. (2017), está generando nuevas formas de informalidad laboral a través de plataformas que combinan flexibilidad extrema con ausencia de derechos. El cambio climático, a su vez, representa una amenaza existencial para millones de personas cuya subsistencia depende de actividades informales expuestas a fenómenos extremos (Leichenko y O'Brien, 2008). La demografía añade otra capa de complejidad, pues el envejecimiento poblacional y los desplazamientos migratorios están modificando las estructuras del empleo informal y generando nuevas formas de vulnerabilidad.


    Ante estos desafíos, se impone la necesidad de construir una agenda de investigación y acción política desde y para el Sur Global. Esta agenda debe estar basada en el diálogo entre saberes, la cooperación internacional entre países periféricos y una perspectiva crítica que no acepte sin más las categorías ni los modelos diseñados en contextos radicalmente distintos. Más que adaptarse al paradigma del Norte, se trata de construir otro, uno que parta de las condiciones reales, de las aspiraciones concretas y de las luchas históricas de las sociedades del Sur. Tal proyecto requiere una economía del desarrollo que no sea meramente técnica, sino profundamente ética, política y comprometida con la justicia social.


  6. CONCLUSIONES


    Repensar la informalidad como una manifestación estructural de las desigualdades en el Sur Global exige una ruptura deliberada con los enfoques que la


    reducen a una disfunción temporal o a una elección individual. Esta investigación propone un marco analítico crítico y multidimensional que desplaza el foco desde la legalidad y la eficiencia hacia las relaciones históricas de poder, las configuraciones institucionales desiguales y las formas de exclusión epistémica. Al abordar la informalidad desde su complejidad constitutiva, se interpela no solo su representación dominante en el campo del desarrollo, sino los fundamentos ontológicos y normativos sobre los que descansa gran parte del pensamiento económico contemporáneo.


    El recorrido teórico emprendido ha permitido identificar, conectar y problematizar diversas tradiciones interpretativas —estructuralismo, institucionalismo, legalismo, enfoques decoloniales— mostrando que la informalidad no puede ser comprendida desde una única lente disciplinaria ni desde una epistemología neutral. Lo que emerge es una visión plural y situada, en la que la informalidad aparece como un régimen de organización social profundamente entrelazado con la colonialidad del poder, la gobernanza neoliberal y la lógica extractiva de la economía global. Esta contribución teórica reside, entonces, no solo en ofrecer una síntesis integradora, sino en proponer un cambio de paradigma: del análisis normativo y tecnocrático hacia una economía política crítica que ponga en el centro las relaciones sociales, las disputas simbólicas y las estructuras de injusticia.


    Las implicancias prácticas del presente marco propuesto son profundas. Superar la informalidad no debe significar su erradicación o absorción forzada en los márgenes de la formalidad dominante, sino la transformación de las condiciones estructurales que la generan y perpetúan. Esto implica políticas públicas que reconozcan la diversidad interna del sector informal, fortalezcan sus capacidades organizativas y amplíen los umbrales de ciudadanía económica. La formalización no puede reducirse a inscripción fiscal o acceso al crédito; debe ser entendida como acceso real a derechos, protección social, infraestructura urbana y justicia redistributiva. Una política económica verdaderamente inclusiva no busca adaptar a los trabajadores al sistema, sino transformar el sistema para que reconozca y valore la pluralidad de modos de vida.


    A pesar de su aspiración analítica, la presente investigación no pretende clausurar el debate ni ofrecer una teoría totalizante. La informalidad es un fenómeno dinámico, cuya configuración varía según los contextos históricos, geográficos y culturales. Cualquier marco teórico que aspire a ser crítico debe asumir su propia contingencia y apertura. En este sentido, uno de los límites reconocidos es la tensión permanente entre lo global y lo local, entre las categorías analíticas y las experiencias vividas, entre la crítica estructural y la necesidad de políticas operativas. Reconocer estos límites no debilita la propuesta; al contrario, fortalece su vocación reflexiva y su voluntad de diálogo con otros saberes.


    El presente trabajo abre una agenda de investigación comprometida con la producción de conocimiento desde y para el Sur Global. Tal agenda debe profundizar el diálogo entre las epistemologías del Sur, los movimientos sociales y los actores institucionales, para construir categorías y metodologías que den cuenta de la complejidad del trabajo informal en sus múltiples expresiones. Se requiere también una mayor indagación empírica sobre las formas emergentes de informalidad —como las vinculadas a plataformas digitales, crisis climática o migraciones forzadas— y su impacto en las configuraciones de ciudadanía, trabajo y derechos. Solo así podrá avanzarse hacia una teoría crítica de la informalidad que sea al mismo tiempo analíticamente rigurosa y políticamente transformadora.


    La informalidad no es simplemente un problema técnico ni una anomalía periférica. Es un espejo moral que revela las contradicciones más profundas del capitalismo global: la coexistencia de abundancia y precariedad, de derechos formales y exclusión efectiva, de discursos de autonomía y realidades de subordinación. Comprenderla en su densidad histórica, política y epistémica es también una forma de interpelar los fundamentos del desarrollo, del Estado y de la economía. Una economía comprometida con la justicia no puede seguir ignorando los márgenes. Debe comenzar por mirar hacia ellos, no para integrarlos de manera tutelada, sino para aprender, cuestionar y construir —desde abajo— nuevas formas de lo común.


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